Sobre lugares seguros y ruedas de hámster

Repetir. Insistir. Porfiar. Nos gusta darnos de bruces contra las mismas paredes una y otra vez porque los golpes duelen menos si nuestra obstinación se cree más fuerte que el sentido común. Al final haremos un agujero en ese muro, aunque sea de hormigón. Solo un idiota se empeña en obtener un resultado distinto de un mismo curso de acción conocido, pero es que quizá todos somos una panda de cretinos. Claro que no siempre recorremos los mismos caminos con la esperanza de encontrar algo diferente; a veces intentamos algo más siniestro todavía: recrear las sensaciones de aquella primera vez, transitar bucles de sentimientos dignos de cualquier trama remilgada con un comieron perdices al final. En el fondo, todos tenemos un telefilm navideño palpitando en las entrañas que ansía tomar las riendas de nuestra vida. ¿Será por eso que los cinéfilos ven una y otra vez las mismas películas con la esperanza de de que nunca se terminen? ¿Por eso hay profesores que consagran su vida a Moby Dick? ¿Blogueros hiperespecializados que no se callan ni debajo del agua? Sea como sea, una cosa es cierta: nos gusta visitar lugares que ya conocemos, volver a perdernos en experiencias consumidas, y como el que pasa la mano por una mesa en la que echó un buen polvo, felicitarse por haber robado un segundo de certeza a la entropía.

Volver a jugar un videojuego que nos entusiasmó, sobre todo si ha pasado un tiempo prudencial, es como reencontrarse con un viejo amigo al que habíamos perdido la pista. Sin embargo no es la única forma, ni de lejos, mediante la que los aficionados a este medio nos relacionamos por repetición con las obras de nuestros amores. En Mundo Videojuego, «Rejugar» es un concepto potente, plagado de aristas y matices que a veces se han consagrado como géneros en sí mismos. Podemos recurrir a lo fácil y hablar de la interactividad como centro gravitacional de su importancia, aunque ha evolucionado tanto y de una forma tan recursiva —algunos dirían que casi endogámica—, que no tiene mucho sentido señalarlo. No sé, quizá sea un pálpito tontorrón, pero estoy convencido de que cualquiera que tenga un mínimo de rodaje con el medio puede pensar fácilmente en algún tótem lúdico que le guste rejugar, una suerte de safe place en el que arrebujarse cual mantita frente a la indiferencia del frío universo.

Si nos limitamos a los números, en mi caso existen dos juegos que he completado más veces que ningún otro: Dragon Age Origins y Blade: The Edge of Darkness. Ambos, con toda probabilidad, aparecerían en el hipotético top 10 de videojuegos favoritos del menda, aunque seguramente no en la parte alta. En ambos casos, además, cedo ante la misma debilidad: un plantel de personajes jugables variado, con mecánicas muy distintas entre sí; curiosamente en los dos tengo mis avatares predilectos —una maga en Origins y el enano en Blade—, pero ocurre que cuando termino una partida con ellos, siempre me entra el gusanillo de experimentar dichas variaciones, lo cual me lleva a volver a empezar pocos días después de terminarlo. Esto genera ese hogar conocido y calentito que a todos nos gusta revisitar, pero con el matiz (importante) de que la casa de marras es distinta y familiar al mismo tiempo. Su concepción de la rejugabilidad consiste en una idea ingenua aunque muy efectiva: la posibilidad de experimentar la partida con héroes narrativa y mecánicamente excluyentes. Es un trabajo ímprobo que se ha perdido un poco en estos tiempos de presupuestos millonarios, aunque anomalías como Baldur’s Gate 3 nos recuerdan por qué sigue siendo tan maravilloso.

No creo que sea ninguna casualidad que otros juegos con propuestas similares también me hayan empujado al rejugado generoso. Por supuesto, el celebérrimo Vampire: Bloodlines está en la lista, una ocurrencia en la que sé que no estoy solo, sobre todo desde que el unofficial patch lo convirtiera en la obra maestra que estaba destinado a ser. La otra gran saga de Bioware, Mass Effect, también la he visitado con frecuencia, aunque en este caso he caído en la contradicción, muy común, de volver a repetir exactamente el mismo recorrido y personaje por puro placer, simplemente porque mi Shepard biótico está esculpido en piedra en mis recuerdos y me resulta difícil verle en otro papel. La nostalgia también puede jugar un papel en esto, ya que desde que en 2020 saliera el remake de Trials of Mana, le he dado todas las vueltas posibles a sus múltiples personajes de origen, gracias a una campaña corta e intensa y sus mil facilidades para resultar agradable de jugar.

Quizá lo más interesante de esta forma de entender la rejugabilidad es que en líneas generales se percibe como un accidente simpático de la propia afición, que ni siquiera tiene por qué tener detrás un sistema muy sólido que lo facilite: a algunas personas les gusta repetirlos de la misma forma que los cinéfilos locuelos que he mencionado al principio se tumban en el sofá pegándose largas pazadas de Lynch, Bergman o Kubrick. Por supuesto, el concepto de interactividad —aquí sí— añade un rasgo que lo diferencia de la pasividad meramente audiovisual, y es por eso que quizá sea un fenómeno más común y reconocible desde los mismos inicios de las consolas y ordenadores de sobremesa. Memorizar caminos de Super Mario Bros, pantallas de Jet Set Willy o romper marcadores en Asteroids. Hazañas que zigzaguean en la frontera del sentirte bien con lo que ya conoces, pero sin llegar nunca a rebasar en el país de las enfermizas espirales de dopamina.

Porque así es, mucho me temo, como este aspecto tan cozy de los videojuegos se ha convertido en un arma que en el mejor de los casos hace levantar cejas y en el peor acaba con críos ludópatas farmeando cromos de Cristiano Ronaldo. La fina línea que separa ambas realidades se rompió, a mi entender, cuando en Blizzard tuvieron la idea de estilizar los roguelikes con su Diablo. El click and reward por excelencia. O la máquina de tragaperras mejor disfrazada de la historia. Nótese, aun así, que en estos primeros momentos la toxicidad se expresaba términos exclusivamente jugables: Diablo refinó hasta el absurdo un sistema que empujaba a rejugar de forma extensiva —y por qué no decirlo, muy insana— aunque sin obligar a nadie a pasar por caja. Si querías que tu flamante héroe tuviese las estadísticas más increíbles, equipado con las mejores piezas de equipo, tocaba malgastar cientos de horas llevando a cabo acciones tediosamente repetitivas. El farmeo, contra todo pronóstico, elevado a la categoría de cualidad deseable. La normalización de los multijugadores masivos, la copia indiscriminada de la fórmula y la monetización nociva de los modelos freemiun hizo todo lo demás. Con este proceso nos trasladamos de un inocente 1996 a un convulso 2016, donde las cajas de botín campan a sus anchas con regalos seleccionados al azar. La estilización del engaño es cada vez más burda.

Para bien o para mal ya no estamos en 1996, ni en 2016, sino a comienzos de 2024, tras un año que ha visto nacer joyas videolúdicas tremendas a un altísimo coste. ¿Hasta qué punto han cambiado las cosas? ¿De verdad ha sido tan determinante la naturaleza reiterativa del medio? Qué queréis que os diga, me parece que solo tenemos que echar un vistazo alrededor para comprobarlo. Hace unas semanas salió al mercado un título de Rocksteady, famoso por habernos legado algunos de los mejores videojuegos single player sobre Batman. ¿Y de qué se trata? Pues de un shooter en tercera persona con una campaña exigua, un videojuego cuya única razón de ser es erigirse como otra enorme máquina tragaperras que dé la mayor cantidad de billetitos calientes a los iluminados productores de Warner. Un chupito concentrado de historia anegado en un océano de vino barato. Suicide Squad: Kill the Justice League es el ejemplo paradigmático de cómo se han normalizado las prácticas predatorias de las productoras más poderosas. A pesar de toda la mala crítica que haya podido arrastrar, nadie pone en solfa el hecho de su mera existencia; por el contrario, abrazamos sin pudor conceptos como endgame, juego como servicio y otras perversiones de la rejugabilidad… y yo me pregunto, ¿cómo es posible? ¿Cómo es posible que nos parezca normal que un jugador tenga que pasar cientos de horas matando al mismo enemigo para ganar un 1% extra de velocidad en las balas? ¿Cómo es posible que convirtamos el acto de jugar en una experiencia cosificada y fría, donde héroes o villanos memorables se convierten en avatares de la nada, empuñando listas interminables de loot o accesorios de una tienda ideada para arrastrarnos, de nuevo, a otro bucle de absoluto vacío?

Estos pliegues del concepto de rejugabilidad, doblado y redoblado sobre sí mismo, no son necesariamente malos. Los mismos roguelikes de donde surge su simiente demuestran que el azar y la reiteración pueden crear curvas de aprendizaje fascinantes, experiencias amplias que no solo crecen dentro de sí —con elementos jugables expansivos—, sino también dentro de nosotros —desarrollando tácticas de supervivencia que se parecen mucho a las soluciones de un videojuego de puzles—. Por desgracia, títulos como Borderlands, una saga divertida y gamberra que en otras circunstancias hubiera evolucionado como una mezcla de FPS y rol, ha terminado convirtiéndose en otro click and reward de crecimiento exponencial en el que la monetización descarada va de la mano con la rejugabilidad. Y viendo que esta clase de tácticas funcionan con gigantes como Destiny, parece que cualquier nombre con visos de popularidad debe subirse al carro de encerrar a los jugadores en ruedas de hámster con destino a ninguna parte.

No suelo prestar mucha atención a los videojuegos para móviles. Salvo excepciones, casi nunca me atrapan, y los ratos que podría dedicarles prefiero hacer otras cosas. De vez en cuando, por un viaje en el metro más largo de lo habitual o una sala de espera con una cola interminable, acabo cediendo a la tentación de mirar la store. En el mercado de los smartphones la situación es aún más salvaje —no descubro nada diciendo esto—, y entendiendo que se trata de un entorno que empuja a los devs a prefabricar procesos interminables de rejugabilidad. La mayor parte de los productos —en el sentido más peyorativo que os podáis imaginar— de estos escaparates digitales son tan brutos en su aprovechamiento de los bucles de instafelicidad, que casi podríamos describirlos como antónimos de la jugabilidad expansiva tradicional. Desde el infame Cookie Clicker a sus mil variantes, todas ellas orbitando alrededor del concepto de ganancia exponencial e infinita, a los casinos virtuales con publicidad tan rastrera como alipórica. Mirando este paraje desolador de creaciones vacías, de cosificación del medio, recuerdo las muchas partidas que he dedicado al primer Tomb Raider solo por el placer de revivirlo. ¿Se puede decir que sean una y la misma cosa? En momentos así pienso mucho en esos periodistas de la vieja escuela, boomers pasados de rosca que miran avinagrados cómo los millennials y los Z dedicamos tanto tiempo a los videojuegos; en sus declaraciones, en sus tuits, suelen decir cosas como “La juventud está perdida salvando princesas” o alguna idiotez similar. Por desgracia, mientras la industria siga acercando cada vez más rejugabilidad, monetización y ludopatía, siempre habrá un pequeño margen de verdad en sus quejas.

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