El placer de jugar mal

Voy a contaros un pequeño secreto: no tengo ni la más remota idea de jugar al Monopoly. Me gustaría decir que es porque soy alérgico a un juego de mesa que banaliza y glorifica el capitalismo, pero mentiría. La verdad es que cuando era un renacuajo me lo regalaron en un cumpleaños —no recuerdo cuál—, y desde entonces lo jugué con frecuencia con mis amigos. ¿Y cómo nos las ingeniábamos para hacerlo sin sabernos las reglas? Pues muy sencillo: nos las inventamos. O más concretamente, yo me las inventé: recuerdo leer las instrucciones desconcertado, sin entender ni papa de lo que decían, así que me quedé con dos o tres conceptos clave y rellené lo demás a base de echarle imaginación. Algunas cartas carecían de sentido con mi método, pero lo solucionábamos… sacando otra del mazo. Remedios sencillos para problemas complicados.

No era el único que hacía esa clase de cosas, y no lo digo solo porque quizá alguno se haya sentido identificado con mi historia. En mi grupo de amigos de la infancia había un chaval que tenía la costumbre de inventarse las reglas y las historias de sus videojuegos. Creo recordar que todo empezó porque le habían comprado La Sirenita para Mega Drive y eso no le hizo ni puñetera gracia. Así que se inventaba la trama asignando a los sirenos papeles de alienígenas mutantes con voces mortales y otras movidas por el estilo. Siguió haciéndolo después, con otros juegos, y yo le seguía la coña: nos partíamos de risa poniendo voces a Bubsy o a los sobrinos del tío Gilito, cambiando un argumento que por aquel entonces siempre nos llegaba en inglés y que, por supuesto, éramos incapaces de descifrar. La creatividad de mi amigo no se limitaba a la narrativa; en su momento más álgido, habiéndose convertido en un virtuoso del Eternal Champions, se imponía retos para completarlo usando solo determinados ataques.

De todo este paseo nostálgico que os estoy regalando un poquito porque sí, el mejor recuerdo que tengo es sobre el Lemmings original. Las pocas veces que podía jugarlo solía ser en compañía de este mismo amigo, y para sorpresa de nadie, las cosas terminaban por perder su sentido original. Éramos dos pipiolos sin seso, así que pronto nos abrumaba la dificultad de los niveles. Eso no nos impedía sacarle provecho; de pronto, lo importante dejó de ser salvar a los pobres bichos y pasó a ser la creación de las mejores explosiones en cadena. Quizá era el gen valenciano asediando las pocas neuronas funcionales que teníamos, pero nos lo pasábamos pipa echándole horas fabricando hileras de lemmings que provocasen explosiones lo más destructivas y llamativas posibles. No sé si es que éramos raritos de narices o es que todos los críos se aburren con facilidad.

Con qué felicidad se entregan al vacío, ¡en realidad estaban pidiendo a gritos que los extinguiéramos!

Más allá de la crueldad implícita en todo aquello, me consuela pensar que el fenómeno de jugar a videojuegos de forma incorrecta es algo que ha pervivido y evolucionado de formas diversas. De hecho, cuanto más famoso e influyente es un videojuego, más probabilidades de que genere alguna anomalía a su alrededor que tenga poco o nada que ver con su función original. ¿Qué es si no el auge de los esports o la competitividad online? Conceptos hoy en día normalizados como el metajuego vienen de analizar mecánicas con lupa obsesiva y llevar al límite sus posibilidades, ignorando por completo el sentido común o el aspecto narrativo de la obra. Y de hecho, alrededor de esta clase de competiciones y efemérides se crea un universo propio que tiene por objeto esas anomalías y nada más que esas anomalías: el videojuego no es más que una herramienta de exhibición para que sus profesionales luzcan sus habilidades —razón por la que me parece, dicho sea de paso, que los jugadores más viejunos tendemos a ignorar esta esfera del mundillo—.

Si hay un estudio pionero en esto de sacar tajada de la obsesión analítica de sus admiradores es Blizzard. Diablo y Starcraft nacieron para ser algo muy distinto de lo que han terminado por implicar para la industria; el ciclo de partidas y ascenso de poder interminable de los diablolike se perfiló a base de paciencia y números, gracias a una enorme base de jugadores que exploraba los límites del sistema y repetía una y otra vez los mismos clics en busca de las configuraciones perfectas. De la misma forma, el ecosistema salvaje de competición entre profesionales de Starcraft es de sobra conocido por todos, llegando a popularizar aquella engañosa cantinela de que se había convertido en el nuevo ajedrez de masas. En pocas palabras: la búsqueda del metajuego se convirtió en una de las prioridades de la compañía, y ahora todo el mundo anda fascinado por las posibilidades postgame del próximo looter de moda.

Otra de las manifestaciones clásicas de la evolución del jugar mal o jugar a mi manera, son, por supuesto, los speedruns. Terminar una partida completa o un nivel concreto lo más rápido posible, sean cuales sean las consecuencias. Y usando cualquier método disponible. Sin la carga de la monetización que sí colea en todo lo relacionado con el metajuego, este sí que es un fenómeno de tradición transversal. Aficionados de cualquier pelaje se acercan con asombro a las virguerías de sus gurús, por mucho que algunos lo consideren una enorme pérdida de tiempo. De nuevo, se trata de cambiar el objetivo real de la obra para crear otra cosa; en este caso, ignorar las reglas si hace falta para que el marcador de tiempo baje lo máximo posible. Hay speedruns célebres de Mario 64, de Contra y… bueno, en realidad prácticamente de cualquier videojuego con un mínimo de renombre.

No deja de ser curioso que los speedruns generen cierto rechazo entre aquellos que consideran cuestionable aprovechar glitches y bugs para mejorar las marcas. A fin de cuentas, volvemos a una situación en la que la obra es casi lo de menos, una demostración de habilidad descomunal que llevó a ciertas personas a descubrir metódicamente errores que les beneficiaban —tal o cual pared es atravesable por un descuido de los programadores, saltar tres veces en esta plataforma nos teletransporta cuatro niveles por delante, etecé, etecé, etecé…—. Son pocos los devs que interiorizan los speedruns en sus creaciones, pero existen: en el mundillo indie tenemos a Konjak o Maddie Thorson, que fomentan y facilitan la tarea de los speedrunners con opciones ingame específicas. De cualquier forma, nunca ha llegado a convertirse en una experiencia que genere dineros considerables a sus perpetradores o espectadores. Aun así, me atrevo a decir que es la expresión más pura y refinada del placer de jugar mal.

No he jugado en mi vida al Mario 64, pero la búsqueda de Mario 64 y speedruns no hace más que dar esta imagen como resultado, así que la pongo para que penséis que sé mucho del tema

La reticencia a aceptar los bugs como herramientas válidas para conseguir objetivos descansa, imagino, en la percepción de que entonces estamos haciendo trampas. En el contexto de una partida normal puede tener sentido, aunque no tanto cuando hemos trasladado la finalidad a un sitio distinto. Y de todas formas, sacralizar las normas y los diseños limpios como patenas es un ejercicio de ingenuidad. La historia de los videojuegos está repleta de bugs legendarios cuya popularidad los convirtió en canon jugable: la primera Lara Croft tiene la habilidad mágica de desplazarse verticalmente por vértices imposibles, lo que dio lugar a las celebradas visitas al tejado de su mansión. Tanto es así, que Shadow of the Tomb Raider homenajeó el hecho dedicando un capítulo completo a una jovenzuela Croft escalando las paredes del caserón. Los devs de Diablo 2 se hicieron un lío aplicando los efectos de los árboles de habilidades del paladín, creando una armonía anómala que daba un poder descomunal a cierto hechizo con forma de maza voladora. La gente quedó tan maravillada que los sucesivos parches —e incluso el remake— lo asimilaron a su dinámica estándar. Y mejor no empecemos a hablar de la viralidad de ciertos rostros inhumanos en Assasin’s Creed que siguen habitando nuestras pesadillas.

Como no podía ser de otra forma, la existencia de los glitches como recurso interactivo también ha sido explorada por los desarrolladores independientes. Uno de mis juegos favoritos de 2019, Anodyne 2, crea toda una subquest alrededor de la posibilidad de salir de los márgenes de los mapas, fusionando ambos mundos en una experiencia única y a mi juicio bastante infravalorada. Muchas aventuras en primera persona o visual novels de terror juegan a menudo con el mismo concepto, haciendo que jugar mal acabe convirtiéndose, de hecho, en la forma correcta de completarlos —en este sentido, pocos lo hicieron tan bien como el maravilloso y algo olvidado Save The Date—. Y aunque es un nicho todavía más pequeño, hace unas semanas quedé absolutamente maravillado por la originalidad arrolladora de Steve ‘Veddge’ Nelson con su mapa «My House» para Zdoom, un ejemplo canónico de cómo subvertir el propósito original de un videojuego, engañando de forma elegantísima y ocultando su verdadero propósito bajo pliegues y más pliegues de mentiras y talento técnico.

En honor a la verdad, no tenemos que ponernos tan estupendos y se pueden encontrar expresiones de este tema en el ecosistema comercial de primer nivel. Aunque ya se ha pasado un poquito la fiebre, estuvimos asistiendo durante meses a competiciones malsanas de partidas «No Hit» en los Dark Souls. Elevando aún más su condición de videojuego elitista, se convirtió en norma tratar de transformar una experiencia ya de por sí complicada en un auténtico suplicio, creando una nueva regla en la que un solo golpe del enemigo era sinónimo de fracaso. Me atrevería a decir que la eclosión de los sandbox responde en alguna medida a esa necesidad de permitir que sea el jugador quien dicte las normas y los objetivos auténticos de su experiencia. Hasta qué punto es esto una forma de enriquecer el medio o de convertirlo en un agujero negro que solo se mira el ombligo no es algo que tenga demasiado claro. A menudo me da la impresión de que tanta algarabía por cuestiones que celebran cualidades puramente jugables crean un ambiente tóxico de endogamia, pero entiendo que es una visión algo pesimista derivada más bien de los peores ejemplos de una industria con demasiadas fronteras grises.

Técnicamente una no hit run no debería llevar escudo (imagino), pero esta captura es tan rematadamente fea que no he podido evitar colgarla

Independientemente de su origen y el estrato comercial en el que se manifieste, lo cierto es que la libertad del jugador para jugar como le salga de las narices es algo mucho más amplio de lo que solemos asumir. Decía el autor de Save The Date que la forma correcta de obtener un final feliz era abandonar la partida antes de que se destara el desastre o no empezarla en absoluto. Todo el mundo puede decidir no ver una película de terror para que sus víctimas no sufran, pero solo un videojugador puede optar por terminar su aventura después de pasarse un nivel o (y en esta disyuntiva está la clave) tras haber caído por un precipicio. Todas las obras corren el riesgo de crecer por derroteros que su autor no contemplaba, por mucho que esos caminos le horroricen o contradigan su intención. Me imagino que Salinger no pretendía que su Guardián entre el centeno se convirtiera en la biblia de tantos zumbados, pero así fueron las cosas. Probablemente sea un mal ejemplo, porque muchos de esos caminos llevan a lugares fantásticos, pero así queda claro el contraste entre dos esferas siempre presentes en toda forma de expresión artística. Sentido y significado bailan sin cesar hacia delante, encontrando y separando sus caminos sin un motivo claro. Desde luego, no creo que mi amigo y yo tuviésemos un buen motivo para explotar a los pobres lemmings en interminables tracas kamikazes. Y si los autores hubieran venido a decirnos que esa no era su intención al diseñar el juego, seguramente empezásemos a reventarlos con más ahínco. Solo porque podíamos.

2 comentarios sobre “El placer de jugar mal

  1. Creo que la aplicación más célebre del «jugar mal» que conozco es el reto «Nuzlocke» en juegos de pokémon. Un reto que se popularizó por el webcomic de un tío que se iba inventado una desternillante historia paralela (así como tú y vuestro amigo hacían) a medida que progresaba en el juego siguiendo estrictamente sus reglas autoimpuestas (básicamente era deshacerse permanentemente de los pokémon que caían derrotados en batalla, en plan roguelike, y solo poder capturar el primer pokémon que le apareciera por área). Huelga mencionar que se inspiró en Lost (aquellos años cuando era popular) para darle chispa a su historia paralela, por eso es conocido como «Nuzlocke».

    1. No lo conocía, pero sí, justo eso es lo que hacíamos jaja. En cuanto al aspecto de la dificultad y los autoretos, alguna vez he llegado a intentar algo así con juegos a los que he rejugado mucho (como Dragon Age o Blade), pero suelo cansarme enseguida.

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