El whodunit según Roberta Williams

Poco se puede decir sobre Roberta Williams que no se haya dicho ya hasta la saciedad. Pionera, artistaza y jefa de la vida en general. La aventura gráfica, literalmente, existe gracias a ella. Los dos nombres que más suenan cuando los elogios a su trabajo vuelan por la sala son Mystery House y King’s Quest; el primero porque fue el origen de ese género que la prensa lleva matando desde 1999, y el segundo porque fue una de las sagas más duraderas e influyentes para toda una generación de jugadores. A ella le debemos también «el estilo Sierra de hacer point and clicks» y toda esa mandanga que los aventureros conocen de sobra. Independientemente de cuál sea vuestra postura al respecto, solo cabe asentir con respeto ante una de las titanas de un gremio que en los 80 era infinitamente más hostil y reaccionario de lo que es ahora. Por desgracia, su carrera se truncó a finales de los 90 por culpa de —sorpresa sorpresa— una productora delirante que no entendía absolutamente nada sobre el medio o sobre la forma de trabajar de una autora consagrada. Como tantas otras veces, la avaricia y la estupidez hundieron lo que quedaba de Sierra, llevando a Roberta a distanciarse de la industria. Aparte de algunas colaboraciones puntuales, la creadora pasó página. La única gran sorpresa sobre su trabajo posterior la tuvimos el año pasado con el lanzamiento de un remaster del ilustre Colossal Cave, pero todo apunta a que se trata de un regreso efímero; como ya comentó en el pasado, tanto ella como su marido se han dedicado a otros menesteres.

Personalmente, siempre recordaré a Williams como la autora de una de mis aventuras gráficas favoritas, la genial y a menudo infravalorada The Colonel’s Bequest. Diseñada como un acercamiento videolúdico al género del whodunit, hay algo en su ingenuidad creativa que nunca deja de fascinarme. En 1989 no era excesivamente común encontrar videojuegos de este tono, con cierta gravedad dramática, protagonizados por una mujer —¡qué leches!, en general era raro encontrar videojuegos protagonizados por una mujer—. A día de hoy puede resultar intimidante, aunque bastan un par de minutos para percibir la inmensidad de su ambición. Aparte del característico pixel art de la época, lo primero que llamará la atención de un jugador actual será su interfaz, a medio camino entre la aventura conversacional y la aventura gráfica tradicional. Varios aspectos delatan su condición transitoria entre los 80 y los 90, entre los que destaca su jugabilidad híbrida. Antes he hablado de ingenuidad, que puede parecer una adjetivo peyorativo, aunque en este caso es justamente lo contrario: el modo en el que la autora y su equipo se enfrentan a la tarea de ludificar una novela de misterio y asesinatos es imaginativa, y carece de las muchas taras de diseño que en 2024 se tienen por hitos indiscutibles del gremio.

En 1989 el concepto de text parser era muy común; dado que la correa de transmisión entre jugadores y videojuegos era, a menudo, el input escrito, programadores y diseñadores tenían que ingeniárselas para amalgamar las infinitas acciones que su público podría imaginar. Los parser simplificaban esta tarea interpretando las órdenes y reduciéndolas a sus partes más sencillas: cuanto más potente era un parser, más fácil era que entendiese nuestras peticiones. Así pues, aunque Laura Bow, protagonista de Colonel’s Bequest, se moviese por el escenario a golpe de clics, el grueso de las acciones debía escribirse; con el ratón podíamos andar e incluso observar objetos, pero si queríamos mirar qué había dentro de ese jarrón sospechoso, tocaba indicarlo con un «Look inside vase». Puede que hoy nos parezca una forma extraña de interactividad, pero permitía cosas tan fascinantes como buscar encima del jarrón, debajo de él o a su alrededor, en tres acciones distintas con sus respectivas respuestas; esta complejidad se ha perdido casi por completo en la nueva forma de entender las aventuras gráficas. La sencillez, ya se sabe, se ha demostrado más segura y exitosa a largo plazo. No cabe duda de que enfrentarse a la tarea de discernir las acciones relevantes puede amedentrarnos, pero al mismo tiempo es muchísimo más gratificante cuando logramos descifrarlas.

Resulta curioso que en su época fuera considerada una aventura excesivamente sencilla, viendo lo mucho que puede hacer sufrir al jugador medio, aunque el problema reside principalmente en la falta de referentes claros que nos indiquen cómo enfrentarnos a ella. La gramática del medio, vaya, ha cambiado demasiado. La gran baza de The Colonel’s Bequest es que no nos abrumaba con puzles extraños y abstrusos; el principal objetivo era desentrañar un misterio y recabar información. En pocas palabras: emular a la protagonista de una novela de misterio en un ecosistema interactivo. En términos prácticos esto significaba que debíamos escuchar las conversaciones adecuadas en el momento preciso, interrogar de forma inteligente y actuar en consecuencia una vez encontrásemos los datos relevantes. El mayor obstáculo para llevar todo esto a buen puerto es el paso del tiempo, dividido en bloques de cuartos de hora que avanzarán solo cuando alcancemos ciertos hitos —como llegar a una parte del escenario o escuchar determinadas conversaciones—.

En cierto sentido, la primera aventura de Laura Bow es relativamente corta. El contenido efectivo de una primera partida puede parecer escaso, sobre todo si no descubrimos sus secretos más importantes. La otra cara de la moneda de su ingenuidad creativa es que sus mecanismos pueden resultar desconcertantes. El sistema de paso del tiempo, consumido por acciones, no es ajeno a nuestra década —sin ir más lejos, es el modus operandi que palpita en la gestión de recursos de Disco Elysium—, pero en Colonel’s Bequest nunca está demasiado claro qué puede precipitarlo hasta que no lo aprendemos por las malas. De hecho, es extremadamente fácil perder el tiempo sin que hayamos cumplido ninguno de sus requisitos de victoria. De buenas a primeras no sabremos qué acciones empujarán a las manecillas del reloj, y esto desemboca con relativa sencillez en partidas en las que alcanzamos el final sin haber progresado lo más mínimo. Dicho así puede resultar chocante, aunque al mismo tiempo me parece la clase de lenguaje videolúdico de ensayo y error fuertecito que puso de moda la locura souls. Personalmente siempre he tenido la sensación de que esta aventura de intriga tiende a ser olvidada o criticada por esta osadía jugable, cuando en realidad despliega un misterio elegante que debe ser desentrañado como un artefacto delicado y preciso.

Aunque se puede guardar la partida, hay muchos aspectos de su premisa que recuerdan a un roguelike. Las aventuras gráficas de Sierra son infames por su tendencia a esconder muertes inesperadas en cada esquina, y aun así no es por estos Game Over clasicorros por los que he recurrido a la comparación; en realidad, es precisamente por esa posibilidad que ya he mencionado, la de llegar al desenlace habiendo logrado… absolutamente nada. Aparte de los fallecimientos súbitos, que se solucionan rápidamente cargando la partida, lo verdaderamente complicado es avanzar por su trama sin cerrarnos la posibilidad de desvelar el misterio, ya sea porque no hemos escuchado cierta confesión clave o porque no hemos encontrado un buen escondite. A diferencia de otras aventuras similares, plagadas de fail states maquiavélicos, los errores de Laura Bow sirven para aprender: su corta duración y la escena final, que nos da indicios de dónde hemos fallado, incitan a volver a intentarlo. The Colonel’s Bequest fue creado como una experiencia destinada a ser rejugada, una prueba de investigación que nos invitaba a entender todos los entresijos de su narrativa y cómo esta se relacionaban con sus mecánicas. Con cada nuevo intento, con cada nuevo detalle descubierto, nos acercábamos al final perfecto y a la impagable sensación de haber niquelado una auténtica investigación detectivesca.

Tiene también otros méritos estéticos interesantes. Si bien su inconfundible diseño visual está demasiado lejos de ese pixel art que hoy reverenciamos como el auténtico —y que reside en un limbo nebuloso en el que los 16 bits se engalanan con truqueles técnicos extemporáneos—, tiene un estilo propio que reproduce maravillosamente una atmósfera de incertidumbre, decadencia y clasicismo. Ambientada en los años 20 de EE.UU. del siglo pasado, muchos de los tópicos y lugares comunes de la época hacen acto de presencia; desde la amiga flapper despreocupada y banal hasta la propia Laura, sosias de Clara Bow, una célebre actriz del cine mudo. La trama nos sitúa en la mansión del coronel Dijon, como invitada ajena a la familia, en un fin de semana en el que el decrépito y rico militar decide hacer partícipe a su hijos, sobrinos y nietos del sentido que tomará su herencia. Estos son los mimbres para tejer una pequeña historia claramente inspirada por las novelas de Agatha Christie, con secundarios que no siempre son lo que parecen; un mayordomo silencioso, el libertino graciosete, una viuda desconsolada… como en cualquier misterio sobre asesinatos, los personajes y sus relaciones están ahí como peones de una partida cuyo juego debemos descifrar.

No hay demasiados videojuegos que se hayan atrevido a representar los felices años 20 estadounidenses. A priori puede parecer extraño, puesto que ha sido una parada habitual tanto del cine como de la literatura. Sin embargo, la historia de nuestro medio está ligada a la ficción especulativa y a los caprichos de un sistema de producción que ahoga la mayoría de atrevimientos creativos que salgan de ciertos moldes endogámicos. No quiero decir con esto que 1925 no sea un año estupendo para crear una historia de fantasía, sino que la gente que maneja el parné —la misma que hoy en día está decidida a salvar su miserable trasero despidiendo a miles de personas a pesar de haber metido la pata hasta el fondo— no ve con buenos ojos una ambientación tan ligada al realismo, a una cultura tan ajena a los cánones videolúdicos imperantes. Imaginad entonces la perspectiva de invertir dineritos en una historia sin esoterismos como es el caso que nos ocupa. Otro motivo más, sin duda, para acercarnos a The Colonel’s Bequest y apreciar la libertad creativa de Roberta Williams, una autora que en 1989, a los mandos de una de las mayores empresas del sector, decidió que era una idea fantástica crear un videojuego de misterio clásico sin que le temblara el pulso.

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