Stupid Sexy Things

Hace poco vi la celebrada Pobres Criaturas. Llevaba ya bastante tiempo detrás de ella, entre otras cosas porque todas las películas que había visto de Yorgos Lanthimos me resultaron fascinantes. La aventura de Bella Baxter no fue una excepción, a pesar de que fui con ciertas reservas que se demostraron totalmente justificadas. Es una película sensacional que sin embargo se merece cualquier crítica sobre su paternalismo bienintencionado o el tratamiento de ciertos personajes femeninos. Personalmente, quedé francamente decepcionado al encontrarme a otro director supuestamente refractario glorificando con babosa frivolidad el mundo de la prostitución, declarando además, con toda la pachorra del universo, que el cine mainstream apenas trata el sexo de forma abierta, como si en su película no cayese en los mismos tópicos estúpidos y tóxicos de otros muchos directores que equiparaban el mercadeo del sexo con una bonita fábula de libertad y placer. Precisamente porque estaba disfrutando tanto de la película, sentí no poca vergüenza al oír a Bella decir aquello de «nuestros cuerpos son nuestros medios de producción».

Y es que no importa cómo tratemos de afrontar el asunto, el tema del sexo siempre va a ser problemático, incluso en aquellas épocas en las que los tabús se relajan y la ficción, en consecuencia, se toma también sus pequeñas vacaciones. Hoy en día las pasiones están especialmente tersas porque estamos inmersos en una ola reaccionaria hiperrancia desatada (y muy enfadada) ante los avances sociales del feminismo y la libertad sexual. En estas circunstancias, las fronteras se diluyen y es fácil pintar con brocha gorda críticas y acusaciones que poco tienen que ver entre sí. Y qué mejor ejemplo que la reciente polémica sobre el cartel de promoción de RetroBarcelona, un cambio de criterio celebrado y demonizado a partes iguales que generó durante días una enorme cantidad de gilipolleces escritas: afamados tuiteros fachillas soltando “perlas” de pensamiento ácido; retroaficionados indignados por la falta de libertad y gritando sobre el miedo al sexo; personas confusas por la desaparición de Reiko Nagase y el póster de Ridge Racer Type 4. En fin, que hubo controversia para rato, perdiéndose el foco, cómo no, sobre la celebración en sí, de la que seguramente ya nadie se acuerda.

Mi opinión sobre este asunto particular no creo que sorprenda a nadie: estamos hablando de un cartel de promoción sobre videojuegos retro; utilizar a Lara Croft como reclamo poniéndola en posturitas sugerentes es retro en el peor sentido posible —como ya se ha explicado en esta casa muchas veces, fue precisamente el marketing de Tomb Raider el culpable de su sexualización, no los juegos—; lo mismo para Jill Vallentine. Las quejas sobre esa cosificación innecesaria estaban más que justificadas. También la rectificación, si obviamos lo del póster de RR4, que no deja de ser una tontería. El problema radica, me parece a mí, en la pertinencia de la sexualización en este formato, no en la sexualización en sí. ¿Qué sentido tiene cosificar visualmente a dos personajes míticos en un cartel de promoción de un evento social? Su expresividad es puramente informativa. Es racional, deseable y lógico que sus organizadores quieran evitar una imagen que dé vergüenza ajena.

Cuando los ánimos se calmaron y el polvo volvió a asentarse, yo seguía dándole vueltas en mi cabeza. No a la polémica en sí, que me parece pueril, sino a una de sus ramificaciones en lo que atañe a los videojuegos. Se trata de un tema espinoso que la histeria de las redes sociales suele zanjar con sentencias o chascarrillos y que personalmente me provoca cierto resquemor. Una de las críticas que se leía con frecuencia en la discusión sobre RetroBarcelona es que desde el feminismo cualquier expresión de índole sexual corría el riesgo de censurarse; la crítica estaba fuera de lugar, porque como ya he dicho, el objeto en discordia era un maldito cartel de promoción informativo. Sin embargo, hay algo en esa acusación que me reconcome, no porque considere que el feminismo tenga un problema con el sexo, sino porque en ocasiones tengo sentimientos encontrados para encajar mi perspectiva sobre la sexualidad camp en los videojuegos. Hay determinadas decisiones creativas comprensibles que aun así me parecen desacertadas, como por ejemplo la ausencia de ciertos planos de cámara de Mass Effect Legendary Edition. Es un ejemplo significativo porque en estos casos, en una obra en la que el tono y la temática lo admiten, ¿qué sentido tiene desterrar cualquier atisbo de sexualidad tontorrona? Lo ideal en el remaster de un juego tan desmelenado y pasado de rosca como Mass Effect 2 hubiera sido añadir aún más planos de cámara por el estilo, aunque esta vez aplicando el mismo criterio para el personaje de Jacob, y abrazar así su cariz más frívolo.

El fondo de esta crítica ejemplifica muy bien mi conflicto interno, quizá porque mi adolescencia se fraguó entre finales de los 90 y principios de los 2000. La cuestión se resume de forma sencilla con un par de preguntas: ¿qué hacemos con la sexualización banal deliberada en los videojuegos? ¿Tiene sentido en el presente? Lo cierto es que tenemos un ejemplo cercano de que es perfectamente posible y deseable: Baldur’s Gate 3 reinterpreta lo horny transformándolo con un tono desenfadado mucho más en línea con las tendencias actuales, aunque en esencia mantenga el mismo espíritu festivo de esa sexualidad camp que a finales del siglo pasado era unidireccional en sus intenciones. Otra cuestión es que los fachas llorones con la piel suave se quejen amargamente sobre la inclusión forzada y otras memeces por el estilo, pero hasta ellos han jugado como posesos la última joya de Larian. Es un caso especialmente llamativo porque apenas se han podido leer críticas negativas sobre este aspecto tan… pronunciado de su propuesta, contagiándose de la positividad que le ha acompañado desde su salida del acceso anticipado. Soy consciente, aun así, de que existen críticas sobre este tema que merece la pena explorar, pero para el sentido de este texto me vale con ese clamor popular que celebra todas y cada una de sus ocurrencias.

Este fenómeno reciente, sin embargo, es excepcional. Cuando producciones de alto calibre tratan el tema, ya sea por exceso o por defecto, la tensión avinagrada alcanza su masa crítica. Y es que de aquellos polvos vienen estos lodos: desde los vergonzantes renders promocionales de Fear Effect hasta las cartas coleccionables del primer The Witcher, lo sexi ha tenido un historial muy turbio en nuestro mundillo. La máxima de que el sexo vende tomó como rehén a la industria en un momento en el que la visualidad comenzaba a evolucionar de forma exponencial; graficazos en 3d con figuras femeninas imposibles se hicieron comunes en las portadas de videojuegos de cualquier parte del espectro, en un festival de pechotes y escotes poligonales que por aquellos años se veían (casi siempre) con inocente hilaridad. Afortunadamente, los años pasan y la normalidad establece nuevos criterios; el feminismo ha permeado en la sociedad hasta el punto de obligarnos a cuestionar por qué esa cosificación iba siempre en la misma dirección. ¿Por qué en cualquier videojuego estándar hasta la descripción más inocente de sus personajes femeninos tenía que alabar su belleza? ¿Por qué sus diseños, por defecto, consistían en armaduras indistinguibles de un bikini o tangas de hilo en plena helada invernal? La respuesta, claro, es ese lema tontorrón del marketing para idiotas tan propio de la modernidad noventera, que además daba por sentado que el público objetivo era un quinceañero prototípico con un alto recuento hormonal.

Esto nos lleva al asunto de lo horny, al del diseño deliberadamente sexi en los videojuegos actuales. O mejor dicho, a la respuesta que debería darse a su aparición. Esa cosificación pueril tan habitual de los 90 ha desaparecido casi por completo del mercado triple A occidental. Podemos darle una explicación esperanzadora advirtiendo que los cambios de paradigma han alcanzado también a las expresiones culturales, o simplemente embozarnos una capa de cinismo y afirmar que las compañías son conscientes de que la mayoría de aficionados a los videojuegos aceptan, alientan o forman parte de esos cambios sociales. La cuestión que inevitablemente me planteo ante este panorama es si esa ausencia ha sido la mejor respuesta posible ante los delirios del pasado. En vez de crear un espacio mayor para que incluyese todas las formas posibles de esa sexualidad tontorrona, la hemos fulminado (casi) por completo —afirmación que se debe coger con pinzas porque no es el caso de la escena indie ni del mercado nipón—. Nótese que estoy refiriéndome aquí a una estética de lo sexi, a la insinuación en el diseño y a toda esa frontera inocua que en absoluto llega al terreno de lo pornográfico. Me resisto a usar el término erótico, que quizá sea el más adecuado, porque ni siquiera creo que llegue a ese punto.

Alguna vez he hablado de mi relación de amor-odio con la saga Bloodrayne. Para mí es un paradigma de ese diseño erótico y edgy que ha desaparecido de nuestras pantallas, un ejemplo poco afortunado porque tampoco se trata de un videojuego especialmente memorable, aunque me viene que ni pintado para preguntarme por qué no hemos transformado ese espacio exclusivamente masculino pubescente en algo más heterogéneo y que incluyese otras celebraciones afables, divertidas e inocuas de este erotismo insustancial. Quizá podemos aventurar que la industira se mueve a golpe de volantazos y que la histeria viralizante de las redes ha influido demasiado en los estudios grandes. Francamente, no lo sé, aunque así es como están las cosas.

Quizá se pueda argumentar que tampoco ha sido una pérdida demasiado grande, o como dicen algunos —inmersos en la vorágine de obtención de retuits y likes—, una filosofía de diseño que solo echarán en falta tres o cuatro pajilleros irrelevantes. Cuando leo o escucho algo así, me viene a la cabeza el olvidadísimo No One Lives Forever, un homenaje fascinante al desmelene setentero, plagado de humor tontísimo y con dos personajes —la protagonista y uno de sus rivales— que usaban su sex appeal de forma contundente, tanto a nivel narrativo como visual; su diseño, sus diálogos y algunas de las situaciones que de ello se derivaban servían al conjunto de la obra. Y lo hacían sin abandonar ese tonillo banal tan grato que al mismo tiempo lo convertía en algo divertido. No quiero decir con esto que sea necesario un mensaje detrás —¡ni mucho menos!—, sino que lo erótico, lo sexi, la sexualidad camp, o como queramos llamarlo, puede ser un recurso valioso para crear un videojuego memorable. Desdeñarla como una herramienta que solo consideran importante los mismos idiotas de siempre no hace más que dar munición a los reaccionarios quejicas que acusan a la ficción actual de tener algún tipo de problema con el sexo.

La situación es aún más extraña si comparamos la disparidad de tratamientos que se da a la obra según su origen. Mientras alabamos a Yoko Taro por el culo de 2b, que no necesitó más justificación que un «porque me gusta», nos rasgábamos las vestiduras por el primer plano del culete de Miranda. O en otro ejemplo que siempre me ha desconcertado, la hipersexualización de Bayonetta se recibía con algarabía y buenrrollismo. Más recientemente, hemos tenido otra serie de dramas con Stellar Blade, aunque en este caso me atrevería a decir que el videojuego en sí ha sido el menor de los problemas. De nuevo, esto me da más motivos para señalar que el conflicto no es, ni debería ser, la sexualización gratuita, sino que casi siempre ocurra en la misma dirección. Si hay espacio para que los videojuegos exploren su faceta dramática, peliculera o humorística, ¿por qué no abrir el camino para que de vez en cuando también nos concedan una buena dosis de tías y tíos buenos enfundadas en látex simplemente porque sí? A la gente le maravilla el culo de Leon Kennedy. No se trata pues de una ausencia de interés. A casi todo el mundo, vaya, le fascinan los culos.

He tardado mucho en decidirme a escribir este texto, entre otras cosas porque creo que es muy fácil de malinterpretar. Por suerte, tenemos un catálogo enorme y diverso de videojuegos que exploran vericuetos eróticos, kinkis y abiertamente sexuales en el mundillo indie. Quizá esta pataleta mía carezca de valor precisamente por eso, pero creo de verdad que es un ejercicio sano cuestionarse el porqué de esta desaparición en el cuadrante comercial videolúdico. Que haya habido una sobrerreacción tampoco es algo que me preocupe; de hecho, como ya he dicho, es completamente comprensible. Basta con echar un vistazo a la historia del destape en el cine español para entenderlo. Cuando los imperativos morales parten siempre del mismo lugar, la sexualidad de la ficción es una herramienta de opresión —y en el peor de los casos, de pura vejación—. Como soy un optimista sin cura, me gusta pensar que vivimos un tiempo una miajilla mejor para estos asuntos, que ya tenemos un sustrato fértil para que la diversidad también alcance esta faceta de la creatividad. Luego entro al foro del remaster de los Tomb Raider clásicos y veo a un trol haciéndose pasar por progresista exigiendo que añadan la opción de reducir el pecho de Lara y mi optimismo sufre un pequeño vahído.

Quizá, después de todo, nunca estaremos preparados para divertirnos.

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